No me gustaba la imagen que transmitía Claude Lanzmannen las entrevistas. Siempre arrogante, exhibiendo permanentemente una mala leche que a veces resultaba gratuita, suspicaz, irritable, convencido hasta el mareo de que solo tenían validez sus argumentos, opiniones y certezas. Esas desagradables sensaciones ante alguien tan pagado de sí mismo no impiden mi eterno agradecimiento (y estremecimiento) como espectador ante ese documento atroz y excepcional sobre la barbarie organizada y sistemática titulado Shoah. Su metraje bordea las diez horas. No conviene verlo en la noche ya que después el sueño puede huir espantado aunque le administres un somnífero. Debería ser de visión obligada en los colegios de cualquier parte para críos en el arranque de la adolescencia. Podría servir de antídoto ante cualquier tentación de que se crearan nuevos holocaustos, para que desde pequeños poseyeran datos y conocimiento sobre la capacidad de exterminio del ser humano, el más peligroso y cruel de los animales.
Vi sin continuidad Shoah hace casi treinta años, exhibida en La 2. Y más de una vez cuando apareció en DVD. El mazazo emocional que te provoca podría sintetizarlo Kurtz, aquel inolvidable, misterioso, complejo y terrorífico personaje de la novela El corazón de las tinieblas y la película Apocalypse Now cuando susurra entrecortada y desoladamente: “¡El horror! ¡El horror!”. El testimonio indaga en lo que ocurrió en varios campos de concentración y de exterminio montados con siniestra eficiencia por los nazis. También en diversos guetos. Lanzmann no utiliza música para enternecer corazones. Tampoco reconstruye el genocidio con imágenes de archivo. Su relato es frío, implacable. Desprende una veracidad que hace daño. Y no solo se centra en verdugos y víctimas. También aparecen cómplices pasivos del espanto, los campesinos que veían pasar los trenes que llevaban al infierno y pasaban su mano por la garganta expresando su regocijo ante lo que le esperaba a las victimas.
Hay infinitas películas sobre el Holocausto o que hablan de él tangencialmente. Debería de haber más, pero realizadas con inteligencia y corazón. Considero una obra maestra La lista de Schindler, exceptuando un final que le sobra, como ocurre tantas veces en el cine de Spielberg. Claude Lanzmann la desechaba. Ampliaba su desprecio a casi todo lo que se había rodado sobre el macabro tema, incluida la muy arriesgada La vida es bella. Solo absolvía a la experimental El hijo de Saúl, dirigida por el húngaro László Nemes, que a mí me resulta tan tediosa como vacua.
Alguien me contó algo que te revuelve el corazón y que se lo narró Billy Wilder. Aseguraba que nunca volvía a ver las películas, ni las suyas ni las del prójimo. Con una sola excepción: La lista de Schindler. Su familia había sido masacrada en Auschwitz. Spielberg había utilizado en su película a muchos ancianos judíos que sobrevivieron a los campos de exterminio. Wilder tenía la secreta y casi imposible esperanza de encontrar en esas imágenes a alguien de su familia. Voy a revisar Shoah. No por masoquismo, sino por obligación moral.
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